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La Fama de María

Tesis 9 : " María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón " (Lc 2,19). La relación de María con el misterio salvíf...

Tesis 9: "María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2,19). La relación de María con el misterio salvífico de Jesucristo en el Nuevo Testamento y en la reflexión de la Iglesia.

La Madre de Jesús ocupa un gran espacio en los corazones del hombre desde el comienzo de la cristiandad. Se habla de ella en las Sagradas Escrituras, se habla de ella en otros religiones, hubo concilios que destacaron sobre su ser, hay dogmas de fe sobre ella, hay miles de devociones piadosas y cultos a María, hay tantas nombres o atributos sobre ella, y casi que se adoraba como Dios.

Deberíamos destacar aquí, qué lugar ocupa María en Jesús, en la Historia de la Salvación, en la Iglesia y porque hay tantas devociones a ella y de porque ella está muy cerca de las corazones de los hombres.

Mejor empezar con lo que está escrito en las Escrituras especialmente en el Nuevo Testamento. En MARCOS, aunque no hay mucho que podemos destacar, tenemos dos textos que habla o implica sobre la relación de María con Jesús: Mc 3, 31-35; 6, 1-3. En ellos se comprueba simplemente que a Jesús se le conocía en su medio como el carpintero, el hijo de María. Y que esa filiación hacía para muchos más increíble que fuera el enviado de Dios. Servía de excusa a los mal dispuestos para afirmarse en su incredulidad. Porque las mismas distancias entre las muestras de poder y sabiduría que, según el relato de Marcos, Jesús iba dando por todas partes eran un argumento de que no le venían de herencia ni de bagaje humano, sino como don de lo alto. La misma humildad de su parentela galilea, la parte proverbialmente más ignorante de las cosas de la ley dentro del pueblo judío, debía haber sido argumento convincente a favor del origen divino de sus obras.


La palabra de Jesús sobre quién es su madre o hermanos tiene dos corte y el segundo es el de una alabanza, el de una declaración de Alianza de parentesco –el único real y más fuerte que el de sangre– entre el creyente y él. Y en la medida en que María mereció ser su Madre por haber creído es éste el más valioso testimonio que podía ofrecernos Marcos acerca de María. Jesús declara que la razón última y única por la cual María pudo llegar a ser su Madre era la fe en él.

MATEO enriquece la figura de María respecto de la imagen de Marcos manifestando dos rasgos de la Madre del Mesías: 1) MARÍA ES VIRGEN 2) MARÍA ES ESPOSO DE JOSÉ, HIJO DE DAVID. Ambos rasgos los explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo que ellos significan en el marco de su presentación teológica del misterioso origen del Mesías. Que María es Virgen es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la filiación y origen divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del hombre y por obra del Espíritu Santo, nos dice Mateo. Que María sea esposa de José, hijo de David, es un rasgo mariano que está a su vez en íntima conexión con la filiación davídica y el carácter humano del Mesías. Jesús, el Mesías, es, por tanto, Hijo de Dios por el misterio de la virginidad de su Madre, e Hijo de David por el no menos misterioso matrimonio con José, hijo de David.

En la presentación de la genealogía se presenta José como el último de los «engendrados». De Jesús ya no se dice que haya sido engendrado por José de María, sino que José es el esposo de María de la cual nació Jesús. Se abre, pues, para cualquier lector judío avezado en el estilo genealógico, un interrogante al que Mateo va a dar respuesta versículos: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a convivir ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo». He aquí la revelación de la virginidad de María. No hay ningún énfasis, ninguna consideración encomiosa ni apologética, ninguna apreciación que exceda el mero anunciado del hecho. Mateo está más preocupado por su significación teológica que por su rareza, más preocupado por el problema de interpretación que plantea al justo José que el que puede plantear a todas las generaciones humanas después de él.

El evangelio de Mateo se abre con las palabras: Libro de la Historia de Jesús el Ungido, Hijo de David, Hijo de Abrahám. Como Hijo de David, Jesús es portador de las promesas hechas a David para Israel. Como Hijo de Abrahám, trae la promesa a todos los pueblos. Como Hijo de David es rey, pero un rey rechazado por su pueblo y perseguido a muerte desde su cuna. Como Hijo de David, también le corresponde nacer en Belén, pero su origen es ignorado, pues luego es conocido como galileo nazareno. El sentido que tiene este reconocimiento inicial de los dos títulos –Hijo de David, Hijo de Abrahám– lo explicita ya el final de la genealogía: Hijo de María –por obra del Espíritu Santo–, esposa de José. María y José, al culminar la lista genealógica arrojan sobre ella una luz que la transfigura. Esta genealogía misma encierra en su humildad carnal el testimonio perpetuo de la libre iniciativa divina, que ha de brillar deslumbrante al término de ella. Porque Abrahám es su comienzo absoluto, puesto por una elección gratuita de Dios. Porque este hombre se perpetúa en una mujer estéril. Porque la primogenitura no la tiene Ismael, sino Isaac, y más tarde no es Esaú, sino Jacob, quien la hereda, contra lo que hubiera correspondido según la carne; y lo mismo pasa con Judá que hereda en lugar del primogénito, y con David, que es el menor de los hermanos. En la larga lista se cobijan justos, pero también grandes pecadores.

María Virgen y María esposa de José no son rasgos que se yuxtaponen, sino que se articulan y dan lugar a una explicación teológica: iluminan cómo debe entenderse el título mesiánico Hijo de David. El Mesías no es Hijo de David por voluntad ni por obra de varón ni por genealogía, sino que entra en la genealogía en virtud de un asentimiento de fe que da José, hijo de David, a lo que se le revela como operado por Dios en María. El Mesías no es Hijo de Dios por voluntad ni obra de varón, sino en virtud de un asentimiento de fe que da María a la obra del Espíritu en ella. Para que el Mesías, Hijo de Dios e Hijo de David, viniera al mundo y entrara en la descendencia davídica, se necesitaron, pues, dos asentimientos de fe: el de María y el de José. Ambos fundan el verdadero Israel, la verdadera descendencia de Abraham, que nace, se propaga y perpetúa no por los medios de la generación humana, sino por la fe.

LUCAS evoca por dos veces en su narración de la infancia los recuerdos de María: «María por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (2, 19); «Su Madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (2, 51). Cuando él nos narra la infancia de Jesús, trata la materia más lejana al presente, toca la parte más remota de su historia. Pero para el destinatario de Lucas, el argumento de Escritura adquiría fuerza si se presentaba integrado en el testimonio de un testigo, dirigido históricamente y claramente vinculado a la explicación del presente eclesial. Y ese testigo de la infancia de Jesús es María. Lucas pone especial cuidado en cualificarla como testigo: María es una persona llena de gracia de Dios, como lo dice el Ángel. Instruida en las Escrituras, como se desprende del lenguaje bíblico del Magníficat; como lo presupone la profunda reflexión bíblica sobre los hechos, que se entreteje de manera inseparable con su narración; y como se explica también por el parentesco levítico de María, relacionada con Isabel, su prima, descendiente del linaje sacerdotal de Aarón y esposa del sacerdote Zacarías.

El Espíritu Santo obró en la vida de María y se revela como el conductor de toda la historia de salvación, no sólo hasta Abraham –según Mateo–, sino hasta Adán mismo, como Lucas la traza en su genealogía de Jesús. Es el Espíritu Santo quien, a través de María, está dando testimonio de Jesús y quien comenzó por ella su tarea de enseñar a los creyentes en Jesucristo todas las cosas. María no podía faltar y no falta en la obra de Lucas, no sólo en el momento de la infancia de Jesús, como la voz del niño que todavía no es capaz de hablar, sino tampoco en la infancia de la Iglesia, cuando los Apóstoles después de la Ascensión, encerrados todavía en sus casas por temor a los judíos perseveran en la oración –como nos narra Lucas al comienzo de los Hechos de los Apóstoles– junto con la Madre de Jesús, sin atreverse todavía a hablar; Apóstoles infantes hasta la mayoría de edad del Espíritu.

María ocupa, pues, un puesto muy humilde como testigo, y cede ese puesto provisional apenas otros asumen su misión, pero no deja de ser imprescindible. Su testimonio permanece como eternamente válido e irreemplazable para aquél período de la concepción e infancia del Señor que ella presenció y en cuyas modestas y oscuras prominencias supo leer con fe, ilustrada por Dios y antes que nadie, el cumplimiento de las profecías. El contenido del testimonio de María en los relatos de la infancia según Lucas está polarizado en la persona de Jesús, protagonista de todo el evangelio, alrededor del cual se mueven muchas figuras: Zacarías, Isabel, Juan el Bautista, parientes y vecinos, pastores de Belén, Simeón y Ana la profetisa, doctores del templo, María y José.

LA HIJA DE SION. La Hija de Sión, como expresión teológica, significa en la Escritura el Israel ideal y fiel, el pueblo de Dios en lo que tiene de más genuino y puro, y puede encontrar su expresión ocasional en grupos determinados, pero permanece abierta al futuro y también a una persona. A lo largo de la historia teológica de la expresión Hija de Sión, ha habido un proceso desde la parte hacia el todo, que ahora el Angel reinvierte, volviendo del todo a una parte, a una persona, a María. El barrio de Jerusalén pasó a cobijar bajo su nombre a la ciudad entera y al pueblo entero como portadores de una promesa de salvación. Ahora es una persona, María, la que se revela como la Hija de Sión por excelencia y el punto diminuto del cosmos en que esa magnífica promesa se hace realidad.

ARCA DE LA ALIANZA. Es relativo a María el paralelo entre Exodo 40, 35 y lo que el Angel le anuncia sobre el modo misterioso de su concepción. Este paralelo nos permite invocar a María piadosa y místicamente en la letanía mariana como Foederis Arca (Arca de la Alianza) con toda verosimilitud, porque también sobre ella se posa la sombra de la Nube de Dios, donde Él está presente actuando a favor de su Pueblo.

En la cuarta evangelio JUAN ha evitado llamar a María por el nombre de María. Juan nunca nombra a la Madre de Jesús por este nombre, y es el único de los cuatro evangelistas que evita sistemáticamente el hacerlo. Pues bien, es este discípulo, que de todos ellos es quien en modo alguno puede ignorar el verdadero nombre de la Madre de Jesús el que, evitando consignarlo por escrito en su evangelio, alude siempre a ella como la Madre de Jesús o, más brevemente su Madre. Y es precisamente este discípulo, el que entre todos podía haber tenido mayores títulos para referirse a la Madre de Jesús como «mi Madre», quien insiste en reservarle –con una exclusividad que ya convierte en nombre propio lo que es un epíteto– el título «Madre de Jesús». 

Juan no ignoraba el nombre de María y, si de hecho lo omite es con alguna deliberada intención. Una intención que no es fácil detectar a primera vista, pero que vale la pena esforzarse por comprender. Juan, al evitar llamarla María, y al decirle siempre la Madre de Jesús, su Madre, lejos de silenciar el nombre propio de aquella mujer, nos estaría revelando su nombre verdadero, el que mejor expresa su razón de ser y su existir. Pero tratemos de ir más lejos y más hondo en las posibles intenciones de San Juan. 

En estos dos pasajes, las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y la Crucifixión (Jn 19, 25-27), Jesús parece pone una austera distancia entre él y su Madre. Son precisamente estos pasajes –que, por presentar a Jesús y María en un tú a tú, podrían haberse prestado para reflejar la ternura y el afecto que sin lugar a dudas unió a estos dos seres sobre la tierra– los que nos proponen, por el contrario, una imagen, al parecer, adusta, de esa relación, capaz de escandalizar la sensibilidad de nuestros contemporáneos: 1) Mujer: ¿Qué hay entre tú y yo?; 2) Mujer: He ahí a tu hijo. Juan parece haber retomado y subrayado lo que Lucas nos adelantaba en su escena. La Madre de Jesús sólo aparece en su evangelio en estos dos pasajes dialogales, y Jesús parece en ellos distanciarse de su Madre: 1) con una pregunta que pone en cuestión su relación; 2) interpelándola con la genérica y hasta fría palabra Mujer; 3) remitiéndola a otro como a su hijo.

En la escena de Caná, en efecto, parecería que Juan se complace en subrayar la coincidencia del velado testimonio que de Jesús da María ante los hombres, con el testimonio que de Jesús da su Padre: «Haced todo cuanto os diga», dice la Madre. «Escuchadle», dice el Padre; que es lo mismo que decir: «obedecedle». Fue reconocimiento, en la voz de la Madre, del eco clarísimo de la voluntad del Padre. Obedeciendo a esa voz, Jesús «realizó este primer signo y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él».

Caná y el Calvario constituyen una gran inclusión mariana en el evangelio de San Juan. Encierran toda la vida pública de Jesús como entre paréntesis. Son como un entrecomillado mariano de la misión de Jesús. Abarcan como con un gran abrazo materno –discretísimo pero a la vez revelador de una plena comprensión y compenetración entre Madre e Hijo– toda la vida pública de Jesús desde su inauguración en Caná hasta la consumación en el Calvario. La Madre de Jesús es para San Juan testigo y actor principal en la vida misma de Jesús.

Al pie de la cruz, la Hija de Sión gime y siente desfallecer su alma a causa de los asesinos de su Hijo. Y Jesús, que la ve afligida, comparable a una parturienta primeriza en sus dolores; Jesús, que advierte el gemido de su corazón; aludiendo quizás en forma velada a algún oráculo profético como el de Jeremías, la consuela con el mayor consuelo que se puede dar a la que acaba de alumbrar un hijo: mostrándoselo. «He ahí a tu hijo», le dice mostrándole al discípulo, el primogénito eclesial del nuevo pueblo de Dios que Jesús adquiere con su sangre. Juan, el bienaventurado que ha permanecido en las puertas de la Sabiduría en aquella hora de las tinieblas.

Jesús revela que su hora es también la hora de su Madre. Lejos de distanciarse de ella o de renegar de su maternidad, la consuela como un buen hijo a su Madre, pero también como sólo puede consolar el Hijo de Dios: mostrándole la parte que le cabe en su obra. Mostrándole en aquella hora de dolores, a su primer hijo alumbrado entre ellos.

He aquí indicada la dirección en que nos parece que se ha de buscar la explicación de ese Mujer con que Jesús habla a su Madre en el evangelio de Juan. Tanto en Caná como en el Calvario, Jesús ve en ella algo más que la mujer que le ha dado su cuerpo mortal y a la que está unido por razones afectivas individuales, ocasionales.

Para Jesús, María es la Mujer que el Apocalipsis describe, con términos oníricos, en dolores de parto, perseguida por el dragón, huyendo al desierto con su primogénito. Es la parturienta primeriza de Jeremías, dando a luz entre asesinos. Jesús no ve a su Madre –como nosotros a las nuestras– en una piadosa pero exclusiva y estrecha óptica privatista, sino en la perspectiva de la hora, fijada de antemano por el Padre, en que recibiría y daría gloria. Esa gloria que es una corriente que va y viene y, como dice Jesús, está en los que creen en él: Yo he sido glorificado en ellos (Jn 17, 9-10), los que tú me has dado y son tuyos, porque todo lo mío es tuyo. El Padre glorifica a su Hijo en los discípulos llamados a ser uno con él, como él y el Padre son uno. Y María, Madre del que es uno con el Padre es también Madre de los que por la fe son uno con el Hijo.

Por eso, al señalar a Juan desde la cruz, Jesús se señala a sí mismo ante María, la remite a sí mismo, no tal como lo ve crucificado en su Hora, sino tal como lo debe ver glorificado en los suyos, en los que el Padre le ha dado como gloria que le pertenece. Y la remite a ella misma: no según su apariencia de Madre despojada de su único Hijo, humillada Madre del malhechor ajusticiado, sino según su verdad: primeriza de su Hijo verdadero, nacido en la estatura corporativa –inicial, es verdad, pero ya perfecta– de Hijo de Hombre.

Se comprende así lo bien fundada en la Sagrada Escritura que está la contemplación eclesial de la figura de María como NUEVA EVA, esposa del Mesías y Madre de una humanidad nueva de Hijos de Dios. En efecto, en la tradición de la Iglesia se ha interpretado que en el apelativo Mujer está la revelación de grandes misterios acerca de la identidad de María. Por un lado, se ha reconocido en ella a la Nueva Eva que nace del costado del Nuevo Adán, abierto en la cruz por la lanza del soldado. Como nueva Eva ella celebra a los pies de la cruz un misterioso desposorio con el Nuevo Adán, que la hace Esposa del Mesías en las Bodas del Cordero. Allí por fin, Jesús la hace y proclama Madre, parturienta por los mismos dolores de la redención que fundan su título de corredentora. Madre de una nueva humanidad, de la cual Juan será el primogénito y el representante de todos los creyentes.

A lo largo de la historia de la Iglesia, hubo mucho reflexiones sobre María a partir de las reflexiones que hemos visto en la Sagrada Escritura abajo. Tenemos los cuatro DOGMAS MARIANAS: MADRE DE DIOS, INMACULADA CONCEPCIÓN 8SIN PECADO), VIRGEN (SIEMPRE VIRGEN), ASUNCIÓN A LOS CIELOS

MADRE DE DIOS. El Concilio de Nicea afirmó y profundizó en la divinidad de Cristo, pero sin precisar la cuestión de la maternidad divina de María, vinculada a su condición humana. El Concilio I de Constantinopla no trató el tema mariano, pero recogió en el símbolo de fe la afirmación: es encarnado por obra del Espíritu Santo y de María virgen.

A partir de aquí se planteó la problemática de explicar cómo en Cristo lo divino asume lo humano y, por tanto, si es posible y apropiado llamar a María con el título de THEOTOKOS. En este sentido, el Patriarca NESTORIO defiende que los atributos divinos y humanos no son intercambiables, queriendo así salvaguardar la realidad humana de Cristo. Él considera la unión de ambas realidades por inhabitación o benevolencia, por lo cual no es posible llamar a María Theotokos, porque llamarla así sería hacerla divina.

Frente a esta postura de Nestorio, CIRILIO de Alejandría insiste en la prioridad de la divinidad y en la necesidad del intercambio de propiedades o atributos divino-humanos (communicatio idiomatum) para legitimar el sentido salvífico de la Encarnación. Así, no es que el Logos se haya unido a la persona de un hombre, sino que ha asumido un cuerpo como el nuestro y ha nacido de mujer, sin repudiar a su divinidad.

De esta manera se llegó en el año 431 al Concilio de Éfeso, de carácter cristológico-soteriológico. Asume el término Theotokos, pero sin recoger el contenido teológico que se había precisado en siglos anteriores. Triunfa la postura de Cirilo, pero no se resuelven las tensiones ni las dificultades. Será el Concilio de Calcedonia en el año 451 quien resuelva la problemática de la maternidad. Declara que en el instante de su generación virginal la naturaleza divina y la naturaleza humana de Cristo se unieron en la persona del Hijo de Dios, sin confundirse ni separarse.

“Siguiendo, pues, a los santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios, y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. [cf. Hb 4,5]; engendrado del Padre antes de los siglos según la divinidad, y en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, la madre de Dios, según la humanidad; que se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en un sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno sólo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el Símbolo de los Padres.” (DH 301-302)

En esta profesión de fe el Concilio contempla a María como Theotokos, una realidad fundada y sólo accesible por la fe en la divinidad del Hijo nacido de María. Así la fe en Jesús como Hijo de Dios es el fundamento para confesar a María como Madre de Dios.

MARÍA VIRGEN. La virginidad de María no tiene sentido en sí misma, sino en relación con Cristo como ya hemos visto arriba en la parte bíblica. La profundización sobre la concepción virginal de Jesús, recogida en los símbolos de fe, y sobre la virginidad de María suscitó la pregunta sobre la VIRGINIDAD EN EL PARTO (virginitas in partu). Fueron muchos los Padres que aceptaron esta virginidad en el parto: Atanasio, Basilio, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno, Cirilo de Jerusalén, Epifanio, Ambrosio, Agustín, Jerónimo.

El II CONCILIO DE CONSTANTINOPLA en el año 553 hace ya referencia a la perpetua virginidad de María al decir: “Se encarnó de la santa gloriosa madre de Dios y siempre Virgen María, y nació de ella” (anatema 3, DH 422). Pero es en el SÍNODO DE LETRAN del año 649 donde se define la fe de la virginidad perpetua de María:

Si alguno no confiesa de acuerdo con los santos Padres, propiamente y según verdad por madre de Dios a la santa y siempre Virgen e inmaculada María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo en ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado.” (canon 3, DH 503).

Este dogma nos ayuda a comprender el misterio mismo de Cristo. La concepción virginal es signo de la divinidad de Jesús y de su filiación con el Padre. Es signo de la soberanía de Dios y de la colaboración humana en la salvación. Es símbolo del don gratuito que Dios da para la salvación al hombre, quien es incapaz de salvarse a sí mismo. Es signo igualmente de la libre y responsable colaboración del hombre que no elimina la soberanía de Dios, sino que la enriquece.

Este don libremente acogido siempre está bajo el influjo de la gracia. María participa de manera activa y responsable en el plan salvífico de Dios acogiendo a Cristo en su ser.

INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA. NO HAY en la Escritura formulaciones EXPLICITAS de la Inmaculada Concepción de María. No obstante, encontramos expresiones que pueden insinuar la perfecta santidad de la madre de Dios desde el primer momento de su concepción en el seno materno. Recordemos, por ejemplo, los conocidos textos de Lucas: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer será santo y le llamarán Hijo de Dios” (Lc 1,35). “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1,42).

La definición dogmática, aunque sea tardía, no es una improvisación, sino que viene avalada por una antigua tradición eclesial. Partiendo de la expresión lucana “llena de gracia”, siempre se consideró a María como santa con una santidad única. La Iglesia de Oriente ya celebraba esta fiesta desde el s. VII. En Occidente se estableció en Inglaterra por el año 1060 y, aunque se perdió por un tiempo, luego se recuperó a partir del año 1127. A finales del S. XV es cuando la Iglesia de Roma la adoptó oficialmente.

En la Constitución Apostólica Sollicitudo Omnium Ecclesiarum de Alejandro VII, la doctrina sobre la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen es afirmada de esta manera: “Existe un antiguo y piadoso sentir de los fieles de Cristo hacia su madre beatísima, la Virgen María, según el cual el alma de ella fue preservada inmune de la mancha del pecado original en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, por especial gracia y privilegio de Dios, en vista de los méritos de Jesucristo Hijo suyo, Redentor del género humano, y en este sentido dan culto y celebran con solemne rito la festividad de su concepción” (HD 2015, §1). Con esta declaración de la Constitución Apostólica quedaba prácticamente resuelta la cuestión a favor de la Inmaculada Concepción de María, preservada de toda mancha de pecado desde el principio de su existencia.

En el año 1854 con la Bula Ineffabilis Deus el Papa Pío IX define la Inmaculada Concepción de María:

Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune a toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Señor Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe por tanto firme y constantemente ser creída por los fieles.” (DH 2803)

En esta definición se dice escuetamente que María careció de pecado original por la redención preservativa de Dios. Pero al comienzo de la Bula el Papa dice algo más: “Dios inefable… eligió y preparó para su Hijo Unigénito desde el principio y antes de los siglos, una madre, de la cual había de nacer hecho carne en la feliz plenitud de los tiempos, amándola sobre todas las criaturas, hasta tal punto, que únicamente en ella puso todas sus mayores complacencias. Por esta razón la colmó de una manera tan admirable sobre todos los espíritus angélicos y todos los santos, con la abundancia de todos los dones celestiales sacados del tesoro de la divinidad, que siempre exenta de toda mancha de pecado, toda hermosa y perfecta reunió en sí tal plenitud de santidad e inocencia, que después de Dios, ni puede imaginarse nada más grande, ni nadie a excepción de Dios, es capaz de comprender la profundidad” (DH 2800). Por tanto, Dios no sólo la libró del pecado original, sino que positivamente la llenó de gracia y virtudes, como dan a entender las palabras del ángel en la Anunciación.

María se ha visto rodeada desde el primer momento de su existencia por el amor del Padre, por la gracia del Hijo y por los esplendores del Espíritu Santo. Así, en la Inmaculada vemos el signo manifiesto del amor gratuito del Padre y la expresión perfecta de la redención operada por Cristo. Por tanto, Cristo es el único redentor del mundo, Él es también el salvador de su madre.

ASUNCIÓN DE MARÍA. Igual con el Dogma de Inmaculada, el Dogma de la Asunción no tiene explicita fundamentación bíblica. Este dogma está en consonancia con la doctrina bíblica que afirma la participación del justo en el triunfo de Cristo sobre la muerte y en su exaltación a la gloria divina: “Llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán; los que obraron bien resucitarán para la vida” (Jn 4,28-29). “Es voluntad de mi Padre que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna y yo lo resucite en el último día” (Jn 6,40). María participa de la resurrección de Cristo en cuanto que -como madre y como primera discípula- estuvo perfectamente unida a Él, escuchando su palabra y poniéndola en práctica.

Uno de los primeros que escribe sobre el tema es EPIFANIO, aunque reconoce que no se sabe nada sobre la muerte de María. Las primeras menciones de la Asunción se encuentran en los Evangelios apócrifos de finales del siglo IV hasta el VI. Desde el siglo VII la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo ha sido creída tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente. En el siglo VI en Oriente se introduce la FIESTA DE TRANSITO, DORMICIÓN o ASUNCIÓN DE MARÍA, que se celebraba el 15 de Agosto. En Occidente se introduce en el año 650, primero conmemorando la muerte de María, y a partir de los siglos VIII y IX celebrando ya su Assumptio, es decir, su glorificación.

En el año 1950 el Papa Pío XII define el dogma en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus con estas palabras:

Por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.” (DH 3903)

En su interpretación este dogma, el Concilio Vaticano II subraya que la Asunción de María es ya imagen y comienzo de la Iglesia escatológica, anticipando en todo su ser la futura plenitud humana. María es miembro de la Iglesia, no está fuera o por encima de ésta, pero la Iglesia con ella comienza y alcanza ya su perfección.

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