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Sacramentos Ministeriales del Matrimonio y Orden

Tema 21. Realizando el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor (Ef 4.16). A través de los sacramentos ministeriales del matrim...

Tema 21. Realizando el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor (Ef 4.16). A través de los sacramentos ministeriales del matrimonio y del orden los bautizados se entregan al servicio de la edificación del cuerpo de Cristo.

Como implica la palabra ministeriales, estos dos sacramentos son sacramentos al servicio de la comunidad. El don del Espíritu consagra a los ministros ordenados y a los cónyuges cristianos para que mediante la entrega amorosa de su propia vida sirvan a este misterio de comunión y representen de manera personal, publica y permanente la alianza de Cristo con su Iglesia. A través del ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos, la comunidad cristiana se construye y desarrolla como Iglesia de Jesucristo. De manera semejante, a través del amor de los esposos se construye y desarrolla la Iglesia domestica, imagen y fermento en medio del mundo de la nueva familia del Reino.

Este tema tiene dos temas largisimos dentro que intentaré resumirlos en pocas palabras posible. Vamos a hablar primero sobre el MINISTERIO DEL ORDEN. Hay tres tipos de ministerios en la Iglesia apostolica. Primero son los ministerios que nacen por designación de Jesucristo que son los Doce y el de los apóstoles llamados a testimoniar la Resurrección. Segundo son los ministerios que surgen por inspiración del espiritu Santo que son los ministerios estrictamente carismaticos que no están vinculados a ningún tipo de investidura eclesial ni reductibles a esquemas institucionales. Tercero son los ministerios instituidos por designación de la Iglesia que son los ministerios que surgen por un acto de elección y de envío que se realiza en el seno de la comunidad cristiana y que suele revestir una particular forma institucional e incluso ritual como la oración e imposición de manos. En este grupo se situa el ministerio de los presbiteros-episcopos.

Los Doce no se puede sustituir ni reemplazar su posición en la Iglesia. Los apostoles son también designados por Cristo mismo, testigo de su resurrección y su testimonio y su obra evangelizadora constituye el fundamento permanente, único e insustituible, sobre el que se construye la Iglesia. Durante los primeros tiempos de los primeros comunidades, hubo la necesidad de tener ayudantes por eso llamaron siete diáconos para ayudar en las tareas de las celebraciones (Hch 6,1-6). También llamaron colaboradores como Bernabé. Y cuando los apóstoles y los doce ya murieron, tuvo que buscar gente para continuar la misión apostólica, no para suplir la posición de los doce ni de los apóstoles sino para continuar y guardar la Buena Noticia de Jesucristo.

Originalmente, los presbíteros formaban parte en el Judaísmo un órgano de gobierno colegial, el colegio del ancianos. El termino episcopo se empleaba para designar a los que ejercían funciones de inspección o de administración - no tanto de gobierno - en las ciudades helenísticas. Con respeto al uso del Nuevo Testamento, hay que saber que los nombres de presbíteros y episcopos NO SE CORRESPONDEN ADECUADAMENTE CON LO QUE HOY ENTENDEMOS POR SACERDOTES Y OBISPOS. De echo ambos suelen emplearse como sinónimos.

Como había multiplicidad de carismas y ministerios en las primeras comunidades, se advierte la tendencia a acentuar la función de los episcopos-presbíteros en la dirección de la comunidad y en la salvaguarda de su unidad y coherencia con la tradición apostólica. En Siglo II apareció el episcopado monárquico como centro de unidad en la verdad y en el amor en torno al cual gira toda la vida de la Iglesia local. Se consolidaron al frente de las comunidades de una TRIADA DE MINISTERIOS ESTABLES que está compuesta por OBISPO, LOS PRESBÍTEROS y LOS DIÁCONOS.

En torno al Concilio de Nicea con el reconocimiento de la Iglesia por el Imperio se producen grandes cambios en la organización ministerial. La función del obispo se desarrolla de los esquemas de la burocracia imperial. La relación del obispo con su comunidad local se va revistiendo de formalidades jurídicas, llegando incluso a convertirse en un representante del poder central en relación con la Iglesia local. Las distintas ordenes ya no conciben como funciones o servicios a la comunidad, sino como grados o promociones sucesivas que el individuo debe ir superando para llegar al grado supremo del episcopado. El auge del clericalismo hace también que. a partir del siglo IV, se tienda a limitar la participación del pueblo en la elección de sus ministros, quedando ésta reserva a los colegas del elegido. En tiempo del Papa Dámaso había un movimiento de los diáconos que pretenden ser iguales o superiores a los presbíteros, reivindicando también el derecho de presidir la Eucaristía. Al final, Ambrosiaster llegó a afirmar la igualdad de presbíteros y obispos en el sacerdocio y se quedo subordinada el diaconado a los dos. En la edad media se equipara el obispo y el presbítero  a nivel sacramental.

A partir del siglo XI los decretistas elaboran la teoría de los dos poderes eclesiásticos, separando el poder de orden, recibido en virtud de la ordenación, del poder de jurisdicción, recibido por delegación del Papa o del obispo. Durante la reforma, Juan Wyclif rechazó las mediaciones humanas especialmente de la iglesia jerárquica y reivindica la igualdad entre clérigos y seglares, hasta el punto de negar la necesidad de la ordenación para la comunicación de los poderes sacerdotales. Lutero dice que no hay más sacerdote que Cristo, cuyo sacerdocio es invisible; que el orden no es sacramento sino solo un rito de origen eclesiástico; que el ministerio es el ministerio de la Palabra. Y el Concilio de Trento dice que el orden o sagrada ordenación es un sacramento verdadero y propio, instituido por Cristo (Canon 3); que mediante la ordenación se da el Espíritu Santo y se imprime un carácter indeleble (Canon 4); que en la Iglesia católica existe una jerarquía, instituida por ordenación divina, que consta de obispos, presbíteros y diáconos (Canon 6).

Una renovada eclesiología de comunión del Vaticano II permitía situar mejor los ministerios en el conjunto de la misión diaconal de la Iglesia. La relación ministerio-comunidad se articuló de manera distinta a como se venía haciendo. Se renunció a definir el ministerio en términos de dignidad, rango y poderes, y se volvió al lenguaje del NT y de los Padres, que hablan más bien de servicio. La revalorización del sacerdocio común de los bautizados y de sus responsabilidades en la vida de la Iglesia (gracias, en parte, a los movimientos apostólicos) llevó a plantear y solucionar en términos nuevos las relaciones ministerio-laicado. En el marco de una Iglesia que es comunión de carismas y ministerios diversos, el esquema de autoridad-sumisión es sustituido por el de igualdad-cooperación. También supuso un hito importante en este camino de renovación el redescubrimiento de la índole colegial del episcopado y presbiterado. La figura del obispo volvió a ocupar el puesto central que había tenido en la Iglesia primitiva, y el episcopado pasó a ser nuevamente para la teología el primer analogado de los ministerios.

Vaticano II se rescató el esquema tradicional del triple munus expresado con los términos MARTYRÍA (servicio de la Palabra), LEITOURGÍA (servicio del culto y los sacramentos) y DIAKONIA (servicio de dirección comunitaria). De ahí se pasó sin trauma a reafirmar la naturaleza primordialmente funcional del ministerio, corrigiendo así el excesivo ontologismo y esencialismo que había prevalecido desde la Edad Media. Estas mismas premisas fueron abriendo el camino para una nueva comprensión de la naturaleza del carácter. Los ministros son representantes de la persona y obra de Cristo en la Iglesia. Con ello se ha intentado superar la imagen "constantiniana" del ministerio, que había prevalecido en Occidente durante quince siglos, para acercarse significativamente a las fuentes bíblicas y patrísticas.

Al presentar la doctrina sobre los ministerios ordenados, el Concilio toma como punto de partida el episcopado, contemplado a la luz de la misión de los Doce apóstoles. Afirma la sacramentalidad de la consagración episcopal, declarando que en ella se confiere "la plenitud del sacramento del orden", y que de ella derivan, no sólo la función de santificar, sino también la de enseñar y regir (LG 21). No cabe, por tanto, separar el orden y la jurisdicción, como si procediesen de fuentes diversas. El sacramento es la única fuente de la potestad ministerial en los distintos ámbitos en que ésta se ejerce (Palabra, culto, dirección comunitaria) y, a la vez, es el signo de que el ministerio, en la totalidad de sus funciones, procede de Cristo y es instrumento suyo.

Pero esta relación con Cristo no significa que el ministerio eclesial pueda ejercerse de forma autónoma e independiente; por el contrario, el Concilio subraya que debe realizarse dentro de la comunión jerárquica. Así, al definir la relación entre los presbíteros y los obispos, se dice que aquellos participan, en grado subordinado, de la misma consagración y misión "para predicar el Evangelio, pastorear a los fieles y celebrar el culto divino" (LG 28; cf. PO 7). Los presbíteros dependen del obispo en el ejercicio de su potestad, ya que las funciones de enseñanza y de gobierno pastoral "no pueden ejercerse sino en la comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del colegio episcopal" (LG 21). En última instancia, por encima de la diversidad de grados o funciones, todos los ministerios eclesiales tienen un mismo origen y una misma finalidad: construir la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu. Podría hablarse, por lo tanto, de un único ministerio, en base al cual se comprende y se reafirma la doctrina tradicional y conciliar sobre la colegialidad de los obispos (LG 22-23; CD 4-6) y sobre la unidad del presbiterio (cf. LG
28; PO 8). Para describir las funciones de los distintos órdenes, el Concilio adopta el esquema del triple munus, superando la anterior reducción del ministerio a su función cultual. De este modo, son propias del ministerio la función profética, litúrgica y de gobierno pastoral (martyría, leitourgía, diakonía). A la actividad de los ministros de la Iglesia se abre así todo el amplio horizonte de la misión de Cristo y de los apóstoles.

La reflexión actual sobre el ministerio ordenado se divide en dos modelos: concepción cristotípica y concepción eclesiotípica. La concepción cristotípica acentúa la dimensión ontológica del ministerio, comprendiéndolo fundamentalmente en referencia a Cristo. El ministerio es visto, ante todo, como una participación singular en el sacerdocio de Cristo que afecta ontológicamente a la persona misma del ministro y que le exige un estado de vida distinto e incluso separado del común de los fieles. El ministerio se entiende aquí fundamentalmente como mediación sacerdotal, en un contexto fuertemente sacral e institucionalizado (sacerdocio jerárquico). La perspectiva predominante aquí es la vertical: lo que caracteriza al ministerio es la elección, consagración y envío por parte de Cristo (movimiento descendente), y la capacidad consiguiente de ofrecer el sacrificio eucarístico in persona Christi (movimiento ascendente).

La concepción eclesiotípica acentúa la dimensión funcional del ministerio, en referencia fundamental a la Iglesia. El ministerio es visto como una función de animación y dirección que la comunidad eclesial encomienda a algunos de sus miembros, en base a sus necesidades internas y para un mejor desarrollo de su misión en el mundo. En una comunidad que es toda ella ministerial y carismática, el ministerio ordenado no supone una diferenciación ontológica o existencial con respecto a la identidad bautismal común, y tampoco necesariamente tiene un carácter permanente. La perspectiva que prevalece aquí es la horizontal: el ministro es elegido y enviado por la comunidad, pudiendo actuar consiguientemente in persona Ecclesiae.

Pero el ministro ordenado no es solo un representante de Cristo ni solo de la Iglesia sino el es in persona Cristi y representante de la Iglesia. Este es  la concepción sacramental, que trata de conjugar la dimensión cristológica y la dimensión eclesialpneumatológica del ministerio, así como también sus aspectos ontológicos y funcionales. En esta concepción, el ministro se define a la vez e inseparablemente como representante de Cristo y de la Iglesia: como representante de Cristo, porque ha sido elegido y consagrado para actuar in
persona Christi Capitis; como representante de la Iglesia, porque ha recibido también de ella la designación oficial para actuar de manera pública y autorizada en su nombre: in persona (nomine) Ecclesiae. En esta perspectiva, el ministerio se entiende como una misión que, si bien requiere una cualificación personal, es esencialmente funcional y representativa.

Con esto llegamos a la función del ministro ordenado: la función nuclear, el servicio primario, que el ministerio tiene que cumplir en la comunidad es: garantizar y asegurar a la Iglesia, en todos los momentos y acontecimientos de su historia, «su raíz apostólica».

Servicio a la Palabra. El servicio de la Palabra le compete a toda la Iglesia, y dentro de ella a todo creyente bautizado; pues para eso ha recibido también los carismas personales del Espíritu.115 Pero la función de ser testigo cualificado de la Palabra sólo compete a los ministros ordenados, sean obispos, presbíteros o diáconos; a cada uno en su propio orden, y a todos, colegialmente. Esta función de testimonio autorizado del Evangelio de Dios es considerada por el Vaticano II como «el más eminente deber», «la primera tarea» (cf. CD 12; PO 4).

Función Pastoral. El ministerio ordenado tiene la función de ser una mediación concreta del «cuidado pastoral» de Dios sobre su Pueblo. El ministro ordenado, que hace surgir la Iglesia en cuanto Iglesia apostólica, queda, por eso mismo, ligado a ella con un lazo peculiar, distinto al que une entre sí a todos los cristianos. El ministro ordenado tiene una especial responsabilidad sobre la comunidad y, por ello, debe estar permanentemente a su servicio, pues ella está permanentemente ligada a su palabra testimoniante. El ministro ordenado no es ni amo, ni jefe, ni siquiera -propiamente- el padre de la comunidad (cf. Mt 20,25-28; 23,8-11). La palabra que lo define es la de «servidor» (äéÜêïíïò), representación viva de la diaconía de Cristo, dispuesto a beber el cáliz del Señor (cf. Mt 20,20-23). El ministro ordenado está constantemente al servicio de la comunidad, de su unidad interna.

Función Sacerdotal. la comunidad no dispone de los sacramentos hasta el punto de poder celebrarlos cuando quiera y de la forma que ella establezca. Está sometida a la «disciplina apostólica». Ella no puede decirse sin más a sí misma, ni inventar la Palabra sacramental que la constituye. En la celebración sacramental la presencia y presidencia del ministro ordenado tiene la tarea de hacer reconocer a la comunidad que Cristo es su presupuesto permanente, que Cristo no se identifica totalmente con ella; que ella no se autocrea, ni autogenera a sí misma; que ella es un don; que ella se ha recibido, ha sido llamada, convocada, mantenida en su ser por Cristo Jesús. El ministro ejerce una función sacramental, simbólica dentro de la celebración eclesial; en manera alguna queda divinizado, identificado con Cristo, cristificado personalmente; la representatividad sacramental no depende de él, ni de su conducta. Aun indignos, representan al Señor para su comunidad. Los ministros ordenados son presidentes de la celebración eucarística, no porque ellos estuvieran ordenados para ser sacerdotes -así no habla nunca el Nuevo Testamento, ni la primera tradición eclesial-, sino porque por la imposición de manos quedan consagrados y constituidos presidentes, pastores y testigos de las comunidades. Los ministros ordenados participan en el sacerdocio común de toda la Iglesia. Son partícipes del sacerdocio fundamental de los fieles, que consiste en optar por el seguimiento de Cristo en la fe y en hacer de la propia vida una oblación a Dios Padre. Pero en este sacerdocio fundamental los ministros ordenados aportan la característica específica de su carisma ministerial: no es que sean más o menos, no es que puedan ofrecer algo que los otros no pueden ofrecer, sino que actúan la comunión con Dios de modo diverso; no es diferencia de grado, sino de esencia (LG 10).

Cuando el ministro ordenado preside el anuncio de la Palabra en todas sus gradaciones (desde la pre-evangelización hasta la catequesis, pasando por la evangelización, la homilía, etc), no es sólo predicador, sino también en cierto modo liturgo y pastor: liturgo, porque está preparando la ofrenda a Dios de la vida de quien escucha la Palabra; pastor, porque está haciendo resonar en los que le escuchan la voz del Buen Pastor y, de este modo, está ya iniciando la reunión del rebaño.

Cuando el ministro ordenado preside la celebración de los sacramentos, y sobre todo la Eucaristía, no es sólo liturgo, sino también en cierto modo anunciador y pastor: anunciador, porque en los sacramentos resuena la Palabra que revela la gracia comunicada en ellos; pastor, porque en los sacramentos, y especialmente en la Eucaristía, reúne al rebaño en la unidad.

Cuando, finalmente, el ministro ordenado guía pastoralmente al pueblo de Dios, es también en cierto modo anunciador y liturgo: anunciador, porque cada gesto pastoral es, al menos implícitamente, una comunicación de la noticia del amor de Dios; liturgo, porque toda acción auténticamente pastoral es una ayuda al fiel para que ofrezca la propia vida como sacrificio espiritual a Dios.

La complicación que existe entre la Palabra, los Sacramentos y la Caridad funda la íntima unidad entre los tres respectivos ministerios e impide contraponer el aspecto misionero, dirigido hacia el mundo (anuncio) al aspecto cultual, dirigido hacia la Iglesia (sacramentos o guía pastoral).

Por otro lado, el MINISTERIO DE MATRIMONIO. El proceso de secularización y la crisis de la moral tradicional han llevado a que la Iglesia haya perdido gran parte de la función orientadora, reguladora y tutelar que ha venido ejerciendo a lo largo de la historia en el ámbito del matrimonio y de la familia.

Todo matrimonio humano es ya en su raíz una realidad sacramental, porque en el amor mismo entre el hombre y la mujer se da una presencia del misterio, una llamada a la comunión con Dios, de quien es imagen la persona amada. De ahí que pueda hablarse de un sacramento de la creación antes incluso de que el matrimonio, con el avance de la revelación bíblica, llegue a configurarse como sacramento de la alianza entre Dios y su pueblo. La perspectiva de la alianza, contemplada a partir de la realidad humana del matrimonio, atraviesa toda la Escritura (Gn 1,26s), (Ap 19,7.9), (1Cor 7,39), (cf. Ef 5,31s).

En el Antiguo Testamento, la reflexión más profunda sobre la realidad del matrimonio se encuentra en el libro del Génesis. La mujer es el otro yo del varón, la otra cara de sí mismo, que él encuentra reflejada en un "tú". Al dar un nombre a la mujer, el varón se lo da a sí mismo (v. 23). Puede decirse que gracias a la mujer el varón "nace" a sí mismo; él no puede expresarse, realizarse, más que poniéndose en relación, en comunión. El varón y la mujer se encuentran en un plan de absoluta paridad, pero también de reciprocidad: están llamados a completarse mutuamente con un don recíproco, con un amor y comunión total. Gracias a la mujer, el varón experimenta que la acción creadora de Dios es buena. El don inapreciable que es para él la mujer le hace abrirse y dirigirse a Dios, lleno de amor y gratitud. La experiencia del amor, vivido como un regalo divino, viene a ser la raíz más profunda de la acción doxológica y eucarística.

Los grandes profetas, al hablar de la alianza, utilizan con predilección el simbolismo matrimonial. Ello se debe a que no hay ninguna otra realidad humana que exprese mejor que el matrimonio los rasgos que caracterizan a la alianza de Dios con su pueblo: el amor generoso, la comunión total y perpetua de Dios con Israel. El matrimonio fracasado (Oseas), el celibato (Jeremías) o la viudedad (Ezequiel) se convierte en un signo profético de la Alianza.

La alianza de Dios con los hombres alcanza su realización plena y definitiva en Jesucristo. Paralelamente, el valor sacramental del matrimonio, percibido cada vez con más claridad a lo largo del Antiguo Testamento, va a alcanzar también en Cristo su revelación y consagración definitiva, como sacramento de la Nueva Alianza. Jesús restituye al matrimonio a la condición original que tenía antes del pecado y que había quedado oscurecida por la dureza del corazón humano. En el Sermón de la Montaña, el matrimonio constituye uno de los contenidos del Evangelio del Reino (cf. Mt 5,27-32: contra el adulterio y el repudio). Por consiguiente, las relaciones entre los esposos deben guiarse también por la justicia nueva del Reino, que tiene como fuente y como criterio último la perfección misma del Padre (cf. Mt 5,17- 20.48). La visión elevada que Jesús tiene del matrimonio se manifiesta de modo especial en el hecho de presentar el misterio del Reino de Dios con categorías esponsales (cf. Mt 22,1-14; 25,1-13). Él mismo se identifica como el Esposo (cf. Mc 2,19s y par.), que convoca a todos a su banquete de bodas en el Reino de Dios (cf. Mt 22,2ss).

A la justicia superior del Reino de que habla Mateo corresponde la vida nueva -vida "en Cristo" o "en el Espíritu"- de que habla el epistolario paulino. Esta vida nueva debe santificar y transformar las relaciones entre los esposos cristianos, lo mismo que la convivencia de padres e hijos en el seno de la familia. Las exigencias prácticas que esto supone aparecen reflejadas en los diversos códigos familiares recogidos en las cartas apostólicas (cf. 1Cor 7,3s; Col 3,18s; Ef 5,21-33; 1Tim 2,8-15; Tit 2,1-8; 1Pe 3,1-7). Como toda la vida cristiana, la convivencia del hombre y de la mujer ha de orientarse a partir del modelo de amor, fidelidad, entrega y servicio que Cristo ha encarnado a lo largo de su vida y que ha propuesto a sus discípulos.

En la famosa Carta a los Efesios (Ef 5,21-33) (pasaje que si es interpretada en una interpretación equivoco te llegarás a la idea de machismo y desigualdad en el contexto hoy día) la unión matrimonial
se comprende como una imagen de la alianza que existe entre Cristo y la Iglesia. Por consiguiente, no hay que interpretar la alianza de Cristo con la Iglesia a la luz del matrimonio, sino al revés: el matrimonio cristiano ha de interpretarse (y vivirse) a la luz de ese paradigma o modelo supremo que es para el Apóstol la alianza de Cristo con su Iglesia. Esto significa que cuando se habla de subordinación de la mujer al marido como al Señor o de que el marido ame a su mujer como Cristo a su Iglesia no se está canonizando ningún modelo
patriarcal, sino más bien cuestionando toda forma de relación entre esposos que no sea conforme con ese modelo existencial de amor, entrega, humildad y servicio que Cristo encarnó en su vida y propuso como distintivo a todos sus discípulos (cf. Ef 4,2; 5,2; también Flp 2,3-7; Rom 12,16 y -fuera ya del epistolario paulino- Jn 13,14s.34s; 1Pe 5,5, etc).

El texto de Ef 5,32 viene a insertar y comprender el matrimonio de los esposos cristianos en el interior de la historia de la salvación, de tal modo que su unión en "una sola carne" constituye un símbolo real y una manifestación efectiva de ese mismo misterio salvífico. el matrimonio cristiano ha de verse como uno de los ámbitos en que se hace presente la salvación de Jesucristo. Es un una realidad de gracia. Y esta realidad de gracia que define y dinamiza el matrimonio cristiano es, ante todo, el amor cristiano, el agape, el amor
singularísimo que edifica a la Iglesia como Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,11-16) y que une también a los esposos cristianos de manera que, siendo dos, forman "una sola carne", un solo cuerpo y un solo espíritu (cf. Ef 5,28-31; 1Cor 6,16s)

El reconocimiento del valor sacramental del matrimonio va a estar condicionado por el lento desarrollo de la teología sacramental, que es sólo objeto de reflexión sistemática a partir de la Edad Media, y por las circunstancias históricas que atraviesa la vida de la Iglesia. Lo mismo puede decirse sobre el desarrollo de su regulación jurídica (pues durante todo el primer milenio el matrimonio de los cristianos sigue la legislación civil del Estado) y de la propia celebración litúrgica. Aunque ya en los primeros siglos hay testimonios de una forma de bendición de los esposos, de hecho sólo a partir del Concilio de Trento será obligatoria la celebración pública en presencia del sacerdote y de testigos.

En Agustín el término sacramentum como designación de uno de los tres bienes del matrimonio, a saber:
proles, fides y sacramentum.51 Los dos primeros términos se mantienen en el plano de la realidad natural del matrimonio, significando respectivamente la generación/educación de los hijos y la castidad o fidelidad conyugal, opuesta al adulterio. En cambio, el término sacramentum expresa el valor simbólico que el matrimonio adquiere en la revelación cristiana, como signo visible de la alianza nupcial de Cristo con la Iglesia. Al tratarse de una alianza eterna, el carácter sacramental viene a reforzar las exigencias morales de unidad e indisolubilidad del matrimonio, que sólo pueden cesar con la muerte. De ahí que, en resumidas cuentas, sacramentum significa para Agustín el vínculo indisoluble que une a los esposos cristianos, como signo sagrado de la alianza eterna entre Cristo y la Iglesia.

En la edad media uno de los puntos más discutidos es el que se refiere al elemento constitutivo del vínculo conyugal. La postura tradicional de la Iglesia romana, según la cual la forma esencial del matrimonio viene dada por el mutuo consentimiento de los cónyuges, es defendida por autores como Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo y, en general, la escuela de París. En cambio, siguiendo el derecho germánico, el Decreto de Graciano (hacia el 1140) y con él la escuela de Bolonia defienden que lo que constituye el matrimonio es
la cópula carnal, ya que el consentimiento sólo produce el inicio del matrimonio, mientras que es la consumación quien hace a éste perfecto e indisoluble. El enfrentamiento de estas dos escuelas (Bolonia y París) va a concluir con una solución de compromiso, adoptada por Alejandro III y ratificada luego por Inocencio III: de acuerdo con la teoría consensual romana, el matrimonio se constituye con el mutuo consentimiento (matrimonio rato), pero, según la teoría de Graciano, el matrimonio no es indisoluble hasta que no se realiza la consumación carnal (matrimonio rato y consumado).

La doctrina matrimonial de la Iglesia, laboriosamente gestada y alumbrada en los siglos precedentes, es sometida a una crítica radical por parte de los Reformadores. En particular, éstos rechazan el carácter sacramental del matrimonio, dado que en ningún lugar de la Escritura aparece como un signo instituido por Dios que lleve aneja una promesa de gracia. El tajante rechazo de los Reformadores obligó al Concilio de Trento a pronunciarse sobre los puntos más controvertidos. Las aportaciones del Concilio se hallan recogidas en tres decretos distintos (y cronológicamente distantes): Decreto sobre los sacramentos en general, promulgado en la Sesión VII (1547): 1) El matrimonio es verdadera y propiamente un sacramento de la Nueva Alianza, instituido por Cristo, que se distingue de los sacramentos de la antigua Ley no sólo por los aspectos ceremoniales o externos (can. 2); 2) El sacramento del matrimonio no fue instituido solamente para nutrir la fe (can. 5), sino que contiene la gracia que significa, confiriéndola a quienes no ponen obstáculo (can. 6); 3) Esta comunicación de la gracia se realiza ex opere operato y no por la simple fe en la promesa divina (can. 8), siempre que se tenga al menos la intención de hacer lo que hace la Iglesia (can. 11).

Durante la época comprendida entre los siglos XVII y XX se lleva a cabo un notable cambio cultural, impulsado por diversas corrientes filosóficas y científicas (racionalismo, empirismo, marxismo, sicoanálisis...), que va a tener profundas repercusiones en la concepción y en la praxis matrimonial. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, diversas corrientes ideológicas -secundadas a veces por los poderes públicos- reivindican que el sentido, la estructura y la duración del matrimonio deben ser determinados por la sociedad civil o por la propia voluntad de los cónyuges.

La visión teológica del matrimonio en Vaticano II se estructura sobre dos aportaciones fundamentales: el reconocimiento de la plena eclesialidad del sacramento del matrimonio y la visión personalista de la realidad conyugal.79 Por lo que se refiere a la sacramentalidad del matrimonio, es importante el nº 11 de la Constitución sobre la Iglesia: "Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso, en su estado y forma de vida, poseen su propio don dentro del Pueblo de Dios (cf. 1Cor 7,7). De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el
Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada"

La celebración del sacramento del matrimonio aparece como una realización del sacerdocio común de los dos bautizados que se casan en el Señor. En el acontecimiento de su mutua entrega se hace visiblemente presente la alianza de Cristo con su Iglesia como misterio de comunión que, además de unir y santificar a los esposos, redunda en bien de todo el Pueblo de Dios. La comunión de amor entre los esposos, que hace de los dos uno en Cristo, no es sólo un fin, sino la esencia misma del matrimonio como sacramento. En virtud
del mismo se construye la unidad familiar como una Iglesia doméstica que, con sus propios dones y ministerios, contribuye eficazmente a la misión de la Iglesia en el mundo. Entre los otros textos conciliares que interesan a nuestro tema, el más amplio e importante es el cap. I de la 2ª Parte de la Constitución Gaudium et Spes, donde se expone la dignidad del matrimonio y de la familia (GS 47-52).

La sacramentalidad del matrimonio. La teología católica actual sostiene que el ministro humano del sacramento del matrimonio no es el sacerdote que invoca la bendición de Dios sobre los esposos, ya que éste es sólo un testigo cualificado del matrimonio, que expresa, y a la vez salvaguarda, su dimensión eclesial y pública. Por el contrario, los que "administran" y a la vez "reciben" el sacramento son los mismos esposos, actuando como miembros de Cristo y de la Iglesia, en virtud del carácter sacerdotal recibido en el bautismo. En palabras de Pío XII -en su encíclica Mystici Corporis- "los cónyuges son para sí mismos mutuamente ministros de la gracia". En este sentido puede decirse también que los esposos “como ministros de este sacramento, actúan in persona Christi y se santifican mutuamente”. La realidad sacramental del matrimonio no se reduce al momento inicial en que los esposos intercambian el consentimiento (la celebración matrimonial o matrimonio in fieri), sino que se identifica con la misma alianza conyugal, que permanece y se renueva cada día en la mutua entrega del uno al otro y en cada uno de los actos en que esta entrega amorosa se expresa (el estado matrimonial o matrimonio in facto esse).

¿Qué es lo que significa y realiza el matrimonio en cuanto sacramento? ¿Cuál es son los dimensiones de este ministerio?

1) DIMENSIÓN CRISTOLÓGICA. El amor de los esposos significa y realiza, ante todo, el amor de Cristo a su Iglesia (cf. Ef. 5,25: "Como Cristo ama a su Iglesia y se entregó por ella"). Los esposos son el uno para el otro -y los dos para los demás- un signo del amor de Cristo y un instrumento de su gracia redentora.

2) DIMENSIÓN PNEUMATOLÓGICA. El amor de Cristo que une a los esposos es fruto de la acción del Espíritu Santo: El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se dona sobre la cruz. El Espíritu Santo es el sello de la
alianza de los esposos, la fuente siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su fidelidad" (nº 1624)

3) DIMENSIÓN ECCLESIOLÓGICA. El matrimonio es también sacramento de la Iglesia misma, en cuanto que la Iglesia es signo e instrumento del amor redentor de Cristo a los hombres o, como dice el Concilio, "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). Por eso puede decirse que el matrimonio y la familia forman una Iglesia en pequeño o -en palabras del mismo concilio- una Iglesia doméstica (LG 11). Esta dimensión eclesial del matrimonio se manifiesta en el servicio singular que realizan los esposos cristianos, contribuyendo de manera original e insustituible a la edificación de la Iglesia y a su misión en el mundo. El testimonio de su amor recíproco es para el pueblo de Dios un memorial viviente del amor de Dios por la humanidad y de la entrega de Cristo por la Iglesia, con todo lo que ese amor y esa entrega comportan de totalidad, de oblatividad y de fidelidad. La fecundidad del amor conyugal -que le impide cerrarse sobre sí mismo- contribuye al crecimiento de la Iglesia, en la medida en que los esposos, no sólo son los transmisores de la vida natural, sino también los iniciadores y primeros educadores de sus hijos -o ahijados- en la fe y en el seguimiento de Jesucristo. La vocación de los esposos cristianos puede proyectarse sobre un amplio abanico de tareas apostólicas, asistenciales, animadoras y promocionales, tanto de cara a la sociedad como en el seno mismo de la comunidad eclesial.

4) DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA. La felicidad del amor compartido es para los esposos una experiencia anticipada de la bienaventuranza eterna, que en esta vida se realiza ya de manera germinal o incoativa. Así, el matrimonio remite más allá de sí mismo, hacia ese Reino de Dios que la Escritura presenta con la imagen de la boda (cf. Mt 22,1-14; 25,1-12; Ap 19,6-9), en el que se verán colmados todos los anhelos y esperanzas del corazón del hombre.

5) DIMENSIÓN TRINITARIA. La pareja y la familia constituyen una comunidad de amor, como la Trinidad también es comunidad de amor. Pero la relación entre ellas no es de simple paralelismo sino que
es a nivel ontológico: el Espíritu que une en la relación de amor al Padre y al Hijo es también quien une en el sacramento a los esposos y les hace partícipes de ese amor trinitario a lo largo de sus vidas. Así es como la familia trinitaria está presente y actúa en la familia cristiana... No sólo es el Espíritu, por tanto, quien no es ajeno al tema del matrimonio sino también la familia trinitaria, que contiene en sí misma paternidad,
filiación y la esencia de la familia que es el amor.

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